jueves, 31 de mayo de 2012

El repartidor de Sueños.

Ming despertó a Long con un té de bambú con el fin de que el brebaje ayudase a su marido a retener en su interior los sueños de la noche. Long lo tomó entre sus manos, dejando que el calor de la pequeña taza disipara el frío nocturno. Long lo tenía todo. El oráculo de sus mayores le destinó el oficio de repartidor de sueños. Los aldeanos, quienes carecían de esta suerte, pagaban los sueños que Long soñaba para ellos con el fruto de sus trabajos. Así que Long vivía una vida acomodada. Amaba a su mujer, poseía una bella casa, pero había algo que mortificaba su espíritu; era incapaz de soñar un sueño propio. Ochenta y tres habitantes poseía la aldea, pero solo ochenta y dos sueños soñaba Long cada noche. Nunca sobraba un sueño para él.
Antes de que Long abandonase el lecho, Ming ya había preparado, debajo de la galería principal, el escritorio donde su marido habría de recibir a cada uno de los aldeanos que ya aguardaban en la puerta de la casa, en rigurosa fila, a la espera de sus sueños.
Pero ese no sería un día cualquiera. Cuando hubo terminado su trabajo, Long se dirigió a su ermita personal y le pidió a su Dios que le conceda la dádiva de soñar, aunque más no sea una vez, un sueño que sólo le perteneciese a él. Esa noche sus plegarias fueron escuchadas y Long soñó para sí el sueño más horrible y más eterno que podría haber soñado: una vida sin Ming, su querida esposa. Cuando despertó, Long besó a su mujer, se dirigió a la ermita y le hizo una ofrenda a su Dios; había entendido el mensaje.

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