
martes, 19 de junio de 2012
El cuarto de Tulla
Subo por las adormecidas calles adoquinadas. Desde aquí puedo divisar la negra silueta de Cosme, enfundado en su ridículo traje blanco, demasiado inapropiado para este frío de agosto en Buenos Aires. Ambos nos despreciamos por una riña que tuvimos años atrás; altercado que tendremos la generosidad de olvidar en el momento en que le pague los 20 centavos que cuesta la entrada al burdel. Cosme me abre la puerta con un gesto demasiado teatral, burlón; se lo dejo pasar. Si no fuese esta mi última visita no hubiese dudado en romperle todos los huesos.
Entro. El habitual humo del cigarro me golpea de lleno en el rostro y me despoja de los últimos residuos de sueño. Nada cambió desde la última vez: las lucecitas de colores, el viejo encorvado sobre su bandoneón en la minúscula tarima de madera, la misma puta vieja bailando con el mismo viejo cliente en esta noche eterna que es el prostíbulo. Me acerco a la barra donde Don Pepe ya tiene preparado mi whisky, me informa que Tulla está con un cliente. La espero mientras me entretengo deshaciendo miguitas de pan sobre una olvidada pecera rectangular. Los peces pelean por alcanzar una pequeña tajada del inesperado alimento. Fantasmagóricos se pierden en las aguas demasiado verdosas como para apreciar cuantos son y de qué colores.
“Pero si ha regresado mi niño” La voz de pajarito chillón de Tulla atraviesa el anacrónico salón. Tulla despide al cliente con el que estaba con la frialdad de una cajera de banco y se acerca, alegre se acerca. Su cuerpo baila en cada paso en un frenesí de curvas. También ella esta ansiosa, lo sé porque sin disimular obvia el trago que debería invitarle y me conduce directo hacia el cuarto.
Una vez adentro me besa, “hay mi niño”, y me vuelve a besar. Sólo a mí me permite mordisquearle sus gruesos labios de mulata. “Y mi niño de aquí y mi niño de allá”. Me regaña por tantos meses de ausencia. Graciosa Tulla, solo a ti se te ocurriría llamar “niño” a alguien veinte años mayor.
Dejo que tome mi grueso abrigo de paño, que hurgue en los bolsillos en busca de los caracoles que le obsequio en cada visita. Esta vez no traído muchos pequeños, sino uno grande de una costa africana. Sus ojos se abren de par en par como los de un niño entusiasta y corre a guardarlo en uno de esos frasquitos de colores, repletos de otros tantos caracoles, que yo mismo le he ido trayendo en todos estos años de amantes. Necesita tan poco para sonreír.
Me empuja a la cama y me despoja de mis gruesas botas y mis pantalones. Corre divertida al tocadiscos a poner esa canción movediza de su tierra cubana. Y baila, baila, y en cada giro se quita una prenda. Me gusta como se bambolean sus pechos, su trasero, sus piernas gruesas y con estrías. Ya no es joven pero sigue siendo ágil. Me dejo seducir, mis ojos se llenan de su imagen. “Maní, el manicero ya llegó” y ella es un tótem salvaje que se mueve frenéticamente y me mira y sonríe con una boca llena de perlas blancas.
Tulla no sabe que ya no soy marinero, que en Escocia me espera una mujer enferma a la que no conozco y que asegura ser mi esposa, y un hermano con el que emprenderé un negocio de bebidas. Tulla desconoce que he venido a despedirme de ella para siempre. Y tal vez ese sea el motivo por el que baile como poseída por un extraño ritual. Ya las palabras se anudan en mi tráquea para no salir jamás. Me dolería verla llorar, tanto como si no lo hiciera. Callo y pienso, para mis adentros suelto cuanto debería decir y callaré.
Tulla, mi sirena de tierra:
Ya no llenaré de caracoles tus frasquitos de vidrio, ni habrá mas bailes nocturnos. No me quedaré dormido con tus pezones oscuros entre los labios, ni te oiré quejarte por el precio del pan, ni de las veredas rotas en las que siempre se tropiezan tus zapatitos con tacos. No volveré para ver tu última arruga, ni tu última cana, ni tu último llanto. No sucumbiremos a la lenta degradación de la rutina tomados de la mano.
Sé que podría llevarte. Sé que podríamos escapar a cualquier parte, pero ¿para qué engañarnos? No quiero ser el hombre al que te sientes a esperar en una casa ubicada en un sitio cuyo nombre apenas podrías pronunciar. Tampoco quisiera convertirte en la mujer de la que deba huir.
Tulla, bailarina misteriosa, estos tiempos contigo, estos breves instantes robados al tedio, envueltos por tu risa, por tu baile, embriagados por el sudor caribe de tu cuerpo fueron mis únicos momentos de dicha.
Quiero conservarte así, inmaculada y feliz. Amándonos como los adolescentes que ya no somos. Tu silueta a mi lado, a contra luz. Los frasquitos de colores que brillan con la caricia de un rayo de sol que tímidamente se ha colado por un agujerito de la persiana anunciando la mañana.
Tulla duerme, la miro una vez más antes de abandonar para siempre el burdel. Camino calle abajo emponchado en mi abrigo. El frío húmedo se me enreda en la barba. Una mujer que lleva a un niño de la mano cruza de vereda atemorizada por mi aspecto desolado. Por última vez vuelvo a la mar, esa otra mujer caprichosa.
jueves, 31 de mayo de 2012
El repartidor de Sueños.
Ming despertó a Long con un té de bambú con el fin de que el brebaje ayudase a su marido a retener en su interior los sueños de la noche. Long lo tomó entre sus manos, dejando que el calor de la pequeña taza disipara el frío nocturno. Long lo tenía todo. El oráculo de sus mayores le destinó el oficio de repartidor de sueños. Los aldeanos, quienes carecían de esta suerte, pagaban los sueños que Long soñaba para ellos con el fruto de sus trabajos. Así que Long vivía una vida acomodada. Amaba a su mujer, poseía una bella casa, pero había algo que mortificaba su espíritu; era incapaz de soñar un sueño propio. Ochenta y tres habitantes poseía la aldea, pero solo ochenta y dos sueños soñaba Long cada noche. Nunca sobraba un sueño para él.
Antes de que Long abandonase el lecho, Ming ya había preparado, debajo de la galería principal, el escritorio donde su marido habría de recibir a cada uno de los aldeanos que ya aguardaban en la puerta de la casa, en rigurosa fila, a la espera de sus sueños.
Pero ese no sería un día cualquiera. Cuando hubo terminado su trabajo, Long se dirigió a su ermita personal y le pidió a su Dios que le conceda la dádiva de soñar, aunque más no sea una vez, un sueño que sólo le perteneciese a él. Esa noche sus plegarias fueron escuchadas y Long soñó para sí el sueño más horrible y más eterno que podría haber soñado: una vida sin Ming, su querida esposa. Cuando despertó, Long besó a su mujer, se dirigió a la ermita y le hizo una ofrenda a su Dios; había entendido el mensaje.
Antes de que Long abandonase el lecho, Ming ya había preparado, debajo de la galería principal, el escritorio donde su marido habría de recibir a cada uno de los aldeanos que ya aguardaban en la puerta de la casa, en rigurosa fila, a la espera de sus sueños.
Pero ese no sería un día cualquiera. Cuando hubo terminado su trabajo, Long se dirigió a su ermita personal y le pidió a su Dios que le conceda la dádiva de soñar, aunque más no sea una vez, un sueño que sólo le perteneciese a él. Esa noche sus plegarias fueron escuchadas y Long soñó para sí el sueño más horrible y más eterno que podría haber soñado: una vida sin Ming, su querida esposa. Cuando despertó, Long besó a su mujer, se dirigió a la ermita y le hizo una ofrenda a su Dios; había entendido el mensaje.
miércoles, 30 de mayo de 2012
Como un pajarito indefenso
CAPITULO 1
Soy vida, somos vida, vida que toma una forma u otra. Vida que se hace conciencia que experimenta el mundo. Milagro, milagrito. Testigos del sol, y de lo que éste baña con sus poderosos brazos.
Mi vida tomó forma de árbol. Eso quiso ser mi vida, y esta bien así. Nunca deseé ser otro. Ni pájaro ni río. No envidié jamás la libertad de los perros nocturnos, ni la felicidad que deben experimentar los potros cuando galopan por el campo y el viento, invisible caricia, les arremolina las crines sudorosas.
¿Y por qué habría yo de desear ser otro que el que soy? ¿Para qué? si la mano que me concibió inamovible me alcanza el mundo y sus secretos Al fin de cuentas ¿qué saben el caballo y el perro, o el laborioso campesino, o el pájaro en ascenso de las profundidades terrestres? ¿Qué saben los peces o las algas de los perfumes de la brisa? ¿Y los panaderos, o las babas del diablo, o la incansable hormiguita, que conocen de los secretos del agua?
Yo, en cambio, que no vuelo como el ave, ni nado como el pez, que no recorro la tierra como el hombre, sé de todas estas cosas.
La sabiduría es la dádiva que compensa nuestra quietud. Y si digo "nuestra" es porque hablo en nombre de todos los árboles, de todas las especies, de todo el mundo.
Por eso los árboles no tenemos deseos.
CAPITULO 2
El mundo es vasto y se abre ante mí como un gran abanico circular. Los campos que me circundan han sido sembrados y cosechados inumerables veces. Los niños se hacen viejos sin notarlo. Y lo que no veo me lo cuentan los pájaros.
Ahora mismo observo a esa Tala. Se debe sentir lindo, cuando uno no es más que un arbusto salvaje, que un árbol de mi envergadura le preste algo de atención. Después de todo hay que ser solidario, ése es e destino de los árboes, refugio de las aves y de los hombres.
¿Ustedes se preguntarán como soporto sostener mi mirada ante un ser tan rústico y desgraciado? No es tan difícil. De tanto mirarle me acostumbré a sus espinos, ya no me parecen tran agresivos. Después de todo hasta un arbusto tiene derecho a defenderse. Y sus hojas pequeñas, que no son las más bellas, pierden su sencilla apariencia, cuando al caer el sol, se iluminan por obra y gracia de un fueguito y se asemejan, todo sol y viento, a pequeñas bailarinas luminosas. Lo mismo sucede en las noches con la luz de la luna, que al posarse sobre la pobre Tala pinchuda la tiñe de un fulgor metafísico y yo puedo, claro que todo esto es producto de la noche y la luna, imaginar en ella un hermoso secreto. Un secreto que se me vuelve hermoso porque no lo conoceré nunca.
Lo malo son las noches de densos nubarrones que ocultan cualquier astro. Es entonces cuando la Tala desaparece de mi vista como pez escurridizo. Y no es que me importe realmente, pero debe ser triste sentirse sola y con miedo, envuelta por las sombras, acosada por los ruidos silvestres. Y por las dudas miro en su dirección con la esperanza de que mi presencia atraviese lo oscuro y le lleguen mis ojos como una caricia lejana para que no se sienta sola. Y para qué mentirles, para que tampoco yo me sienta solo.
CAPITULO 3
Mi Tala se muere, me lo han dicho los pequeños insectos que recorren mi tronco. Y ha de ser cierto, porque los insectos no conocen la mentira y porque siendo primavera sus hojas comienzan a apagarse. En ella, el amarillo comienza a suplantar el verde, y los árboles sabemos lo que eso significa.
Por primera vez me duele estar quieto, mi falta de alas, de patas, de pies. EL hecho de no poseer, aunque más no sea, un abdomen escamado como el de una serpiente y llegar hasta allí. Cómo me gustaría poseer una lengua de tapir o de vaca y con ella engullir los insectos que te hieren.
Ahora que sé de tu muerte, de lo próxima que se halla tu ausencia, es como si la tierra, al espacio que nos separa se le sumaran más distancias, y te veo pequeña, desojada.
No conozco que hay más allá de tu cuerpo leñoso. No quiero saberlo. No quiero encontrarme un día con que tu no estás, con que al sitio que habitabas lo habite la pampa que no termina nunca.
No puedes, no puedes morir ahora que hasta tus espinos me parecen hermosos, y lo único que podría lastimarme de ellos es, paradójicamente, que me falten. Sauce llorón préstame por hoy el agua de tu cuerpo para que yo también pueda llorar.
CAPITULO 4
Por fin llegué. Desde que vi la muerte posarse sobre tus ramas como un buitre hambriento, no hice más que estirar mis raices, estos pobres dedos vegetales, hasta ti. Me tomó mucho tiempo pero no me detuve, ni de día ni de noche, ni cuando me azotó el inclemente sol ni aun cuando la escarcha matutina congeló mi savia.
Me tomó mucho tiempo, es verdad, pero un tallo verde que sale del costado de tu cuerpo me anuncia que aun no es tarde. Tus raíces y las mías se entrelazan y figuran una mano que a otra se aferra y se funde hasta ser una sola mano.
Ahora los insectos que te herían abandonarán tu tronco, tentados por la tierna sustancia que le ofrecen mis raíces.
Cuida mis aves cuando ni una sola hoja de mi cuerpo les ofrezca refugio. Ofrécele alimento a las pequeñas hormigas. Deja que las arañitas te tejan un abrigo con su seda invisible. Y cuando no quede de mí más que un simple esqueleto leñoso, y no sirva más que para alimentar el fuego de los hombres, y entonces me talen. Y cuando el humo de mi cuerpo escape de sus chimeneas y, aferrado a los vientos, te envuelva; piénsame. Juégame con tus hojas reverdecidas, con tus espinos carnosos. Para que no muera, hazme un lugar en las profundidades de tu memoria que yo haré nido en ti como un pequeño pajarito indefenso.
Soy vida, somos vida, vida que toma una forma u otra. Vida que se hace conciencia que experimenta el mundo. Milagro, milagrito. Testigos del sol, y de lo que éste baña con sus poderosos brazos.
Mi vida tomó forma de árbol. Eso quiso ser mi vida, y esta bien así. Nunca deseé ser otro. Ni pájaro ni río. No envidié jamás la libertad de los perros nocturnos, ni la felicidad que deben experimentar los potros cuando galopan por el campo y el viento, invisible caricia, les arremolina las crines sudorosas.
¿Y por qué habría yo de desear ser otro que el que soy? ¿Para qué? si la mano que me concibió inamovible me alcanza el mundo y sus secretos Al fin de cuentas ¿qué saben el caballo y el perro, o el laborioso campesino, o el pájaro en ascenso de las profundidades terrestres? ¿Qué saben los peces o las algas de los perfumes de la brisa? ¿Y los panaderos, o las babas del diablo, o la incansable hormiguita, que conocen de los secretos del agua?
Yo, en cambio, que no vuelo como el ave, ni nado como el pez, que no recorro la tierra como el hombre, sé de todas estas cosas.
La sabiduría es la dádiva que compensa nuestra quietud. Y si digo "nuestra" es porque hablo en nombre de todos los árboles, de todas las especies, de todo el mundo.
Por eso los árboles no tenemos deseos.
CAPITULO 2
El mundo es vasto y se abre ante mí como un gran abanico circular. Los campos que me circundan han sido sembrados y cosechados inumerables veces. Los niños se hacen viejos sin notarlo. Y lo que no veo me lo cuentan los pájaros.
Ahora mismo observo a esa Tala. Se debe sentir lindo, cuando uno no es más que un arbusto salvaje, que un árbol de mi envergadura le preste algo de atención. Después de todo hay que ser solidario, ése es e destino de los árboes, refugio de las aves y de los hombres.
¿Ustedes se preguntarán como soporto sostener mi mirada ante un ser tan rústico y desgraciado? No es tan difícil. De tanto mirarle me acostumbré a sus espinos, ya no me parecen tran agresivos. Después de todo hasta un arbusto tiene derecho a defenderse. Y sus hojas pequeñas, que no son las más bellas, pierden su sencilla apariencia, cuando al caer el sol, se iluminan por obra y gracia de un fueguito y se asemejan, todo sol y viento, a pequeñas bailarinas luminosas. Lo mismo sucede en las noches con la luz de la luna, que al posarse sobre la pobre Tala pinchuda la tiñe de un fulgor metafísico y yo puedo, claro que todo esto es producto de la noche y la luna, imaginar en ella un hermoso secreto. Un secreto que se me vuelve hermoso porque no lo conoceré nunca.
Lo malo son las noches de densos nubarrones que ocultan cualquier astro. Es entonces cuando la Tala desaparece de mi vista como pez escurridizo. Y no es que me importe realmente, pero debe ser triste sentirse sola y con miedo, envuelta por las sombras, acosada por los ruidos silvestres. Y por las dudas miro en su dirección con la esperanza de que mi presencia atraviese lo oscuro y le lleguen mis ojos como una caricia lejana para que no se sienta sola. Y para qué mentirles, para que tampoco yo me sienta solo.
CAPITULO 3
Mi Tala se muere, me lo han dicho los pequeños insectos que recorren mi tronco. Y ha de ser cierto, porque los insectos no conocen la mentira y porque siendo primavera sus hojas comienzan a apagarse. En ella, el amarillo comienza a suplantar el verde, y los árboles sabemos lo que eso significa.
Por primera vez me duele estar quieto, mi falta de alas, de patas, de pies. EL hecho de no poseer, aunque más no sea, un abdomen escamado como el de una serpiente y llegar hasta allí. Cómo me gustaría poseer una lengua de tapir o de vaca y con ella engullir los insectos que te hieren.
Ahora que sé de tu muerte, de lo próxima que se halla tu ausencia, es como si la tierra, al espacio que nos separa se le sumaran más distancias, y te veo pequeña, desojada.
No conozco que hay más allá de tu cuerpo leñoso. No quiero saberlo. No quiero encontrarme un día con que tu no estás, con que al sitio que habitabas lo habite la pampa que no termina nunca.
No puedes, no puedes morir ahora que hasta tus espinos me parecen hermosos, y lo único que podría lastimarme de ellos es, paradójicamente, que me falten. Sauce llorón préstame por hoy el agua de tu cuerpo para que yo también pueda llorar.
CAPITULO 4
Por fin llegué. Desde que vi la muerte posarse sobre tus ramas como un buitre hambriento, no hice más que estirar mis raices, estos pobres dedos vegetales, hasta ti. Me tomó mucho tiempo pero no me detuve, ni de día ni de noche, ni cuando me azotó el inclemente sol ni aun cuando la escarcha matutina congeló mi savia.
Me tomó mucho tiempo, es verdad, pero un tallo verde que sale del costado de tu cuerpo me anuncia que aun no es tarde. Tus raíces y las mías se entrelazan y figuran una mano que a otra se aferra y se funde hasta ser una sola mano.
Ahora los insectos que te herían abandonarán tu tronco, tentados por la tierna sustancia que le ofrecen mis raíces.
Cuida mis aves cuando ni una sola hoja de mi cuerpo les ofrezca refugio. Ofrécele alimento a las pequeñas hormigas. Deja que las arañitas te tejan un abrigo con su seda invisible. Y cuando no quede de mí más que un simple esqueleto leñoso, y no sirva más que para alimentar el fuego de los hombres, y entonces me talen. Y cuando el humo de mi cuerpo escape de sus chimeneas y, aferrado a los vientos, te envuelva; piénsame. Juégame con tus hojas reverdecidas, con tus espinos carnosos. Para que no muera, hazme un lugar en las profundidades de tu memoria que yo haré nido en ti como un pequeño pajarito indefenso.
Recuerdos de Sísifo
Recuerdo el temeroso momento de mi nacimiento. Esa hora crucial en la que las sensaciones me invadieron, y todo frío y calor, se fundieron en mi boca; en los vientos del grito que fue a su vez mi llanto primero. Recuerdo a mi madre, Eranete, durmiéndome en su pecho y esa primer melodía del palpitar materno con la que solía serenarse mi encabritado corazón.
Recuerdo mis manos de infante sobre la fría roca y la hierba mojada con sabor a húmedos minerales. Los colores vívidos y brillantes que me fascinaron, mis primeras palabras abridoras de mundos. Mi padre, Eolo, alejándose de la casa hasta volverse uno con el paisaje frondoso.
Me recuerdo de niño, sudoroso y feliz, corretiando las aves. Chapoteando en el mar, mi primera sustancia, permitiéndole a las olas cosquillear mi abdómen blanco y redondo. El primer pez que cayó en las redes que el padre de mi padre confeccionó para mí, y fue el más sabroso de los alimentos que mi paladar degustara por saber a mar y a profundas aguas, pero también a esperanza y sueño.
Recuerdo el volcánico despertar de mi cuerpo, la sangre fulgorosa atropellándose como magma en mis venas. El primer instante en que mire a una dama y conocí el deseo de mezclar mi cuerpo con la savia animal de otro cuerpo.
Recuerdo a Mérope, la mujer que fue para mí mas valiosa que mi aliento. EL tibio contacto de su cercanía con la que disipaba el frío nocturno. La simiente que acobijó sus entrañas y fue nuestro primer hijo, el más hermoso de los seres.
Recuerdo los oficios, la lluvia sobre la pradera, el pájaro matinal, la misteriosa niebla, las noches en un mar como en un vientre convulso, la amistad del vino, las frescas aguas, la procesión de hombres, los cantos, los poemas y el silencio ante la contemplación del fuego.
Todo esto recuerdo mientras cargo mi roca. Los dioses, envidiosos, me han destinado este trabajo inútil. Día tra día, noche tras noche, en un espacio sin fin, en un tiempo sin cuentas, cargo mi roca hasta lo alto de una cima, desde la cual la enorme piedra caerá al precipicio al que debo descender para volverla a cargar. Esta es mi eternidad.
Con el fin de que mi tormento sea insostenible, apresaron mi mente con el indestructible grillete de la conciencia, pobres ilusos. No saben que en ella abita mi memoria, y en mi memoria cada día, cada momento. El infierno de esta conciencia es en verdad mi paraíso. Cada grano de esta enorme roca me lo he ganado. Es mío, y volvería a elegirlo si es el precio que debo pagar por engullir la vida con todos sus sabores.
Bendigo cada paso en este infierno, cada calambre de mis músculos, cada segundo de cansancio porque ellos fueron paridos por todas mis sonrisas, por todas mis vivencias y por todos mis desenfrenos de hombre vivo hasta los huesos. No me lamentaré nunca y con gusto cumpliré mi condena. Y si algun día de este "para siempre" la fatiga amenaza con vencerme, o si este castigo lascera mi espíritu, o el tedio intenta detenerme, yo miraré esta roca y recordaré que mi corazón amó hasta lo infinito.
Recuerdo mis manos de infante sobre la fría roca y la hierba mojada con sabor a húmedos minerales. Los colores vívidos y brillantes que me fascinaron, mis primeras palabras abridoras de mundos. Mi padre, Eolo, alejándose de la casa hasta volverse uno con el paisaje frondoso.
Me recuerdo de niño, sudoroso y feliz, corretiando las aves. Chapoteando en el mar, mi primera sustancia, permitiéndole a las olas cosquillear mi abdómen blanco y redondo. El primer pez que cayó en las redes que el padre de mi padre confeccionó para mí, y fue el más sabroso de los alimentos que mi paladar degustara por saber a mar y a profundas aguas, pero también a esperanza y sueño.
Recuerdo el volcánico despertar de mi cuerpo, la sangre fulgorosa atropellándose como magma en mis venas. El primer instante en que mire a una dama y conocí el deseo de mezclar mi cuerpo con la savia animal de otro cuerpo.
Recuerdo a Mérope, la mujer que fue para mí mas valiosa que mi aliento. EL tibio contacto de su cercanía con la que disipaba el frío nocturno. La simiente que acobijó sus entrañas y fue nuestro primer hijo, el más hermoso de los seres.
Recuerdo los oficios, la lluvia sobre la pradera, el pájaro matinal, la misteriosa niebla, las noches en un mar como en un vientre convulso, la amistad del vino, las frescas aguas, la procesión de hombres, los cantos, los poemas y el silencio ante la contemplación del fuego.
Todo esto recuerdo mientras cargo mi roca. Los dioses, envidiosos, me han destinado este trabajo inútil. Día tra día, noche tras noche, en un espacio sin fin, en un tiempo sin cuentas, cargo mi roca hasta lo alto de una cima, desde la cual la enorme piedra caerá al precipicio al que debo descender para volverla a cargar. Esta es mi eternidad.
Con el fin de que mi tormento sea insostenible, apresaron mi mente con el indestructible grillete de la conciencia, pobres ilusos. No saben que en ella abita mi memoria, y en mi memoria cada día, cada momento. El infierno de esta conciencia es en verdad mi paraíso. Cada grano de esta enorme roca me lo he ganado. Es mío, y volvería a elegirlo si es el precio que debo pagar por engullir la vida con todos sus sabores.
Bendigo cada paso en este infierno, cada calambre de mis músculos, cada segundo de cansancio porque ellos fueron paridos por todas mis sonrisas, por todas mis vivencias y por todos mis desenfrenos de hombre vivo hasta los huesos. No me lamentaré nunca y con gusto cumpliré mi condena. Y si algun día de este "para siempre" la fatiga amenaza con vencerme, o si este castigo lascera mi espíritu, o el tedio intenta detenerme, yo miraré esta roca y recordaré que mi corazón amó hasta lo infinito.
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